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lunes, 7 de octubre de 2019

La fiesta solo era en la Av. Sur 21

No es habitual que salga de la oficina cuando ya se ha puesto oscuro. Sin embargo, al irme ayer, era casi de noche. Crucé el semáforo y subí por la calle de la avenida Sur 21, me sorprendió ver el show de luces que hay en ese pequeño tramo de adoquines que, ahora se llena de cafés y sitios lujosos. Era una luz violeta con un techo de otras luces del color de la bandera. A mi lado derecho había un puesto de paletas y al izquierdo muchísima gente se tomaba fotos. En distintos pedazos de esa calle las personas fotografiaban. Unos pasos más adelante, en la plaza El Venezolano, había fiesta, música, gente. El lugar estaba algo oscuro, pero eso no impedía que estuvieran allí.
De pronto me sentí completamente ajena a esa juerga en la que no participaba. Yo caminaba con prisa por miedo a no hallar autobús y mis manos seguían heladas por el frío de la oficina o tal vez era el frío que me produce Caracas en las noches.

En el resto del camino había más música, milicianos afuera del Techo de la Ballena. Otros locales medio llenos, medio vacíos. La plaza Bolívar medio iluminada, medio oscura.
Esa calle con luces violeta me recordó que el resto de las calles del país ni tienen tanta vida, ni tienen tanta luz. Esa calle es tan ajena al resto de los hechos que se solapan día tras días. Esa calle era como el glacial que era mi cuerpo.
Alcancé la avenida y a los 10 minutos pasó un bus. Lo tomé aliviada. Comenzamos a rodar y como siempre yo clavaba la mirada en los autos que se volvieron viejos, en las calles en la penumbra o en los edificios roídos. Había gente y de nuevo me sorprendió, dado a que no paso a esa hora por allí. La plaza La Candelaria estaba a media luz, no precisamente daba un aspecto romántico, pero lucía llena.
Más adelante por el mercado Guaicaipuro una chica paseaba a su Golden retriever, en una calle donde crees que te despojarán de todo. Ella se movía con tanta serenidad que dije: ¡Indudablemente yo vivo en otro país -en mi cabeza-!
Un hombre que llevaba una bolsa con latas se subió al autobús y se quedó guindado de la puerta, como si él mismo se impusiera que un latero no puede sentarse en los asientos, igual que el resto. El carro viejo empezó a hacer un sonido raro. El conductor paró y su ayudante revisó no sé qué cosas en la rueda derecha. El auto hacía como un aparato eléctrico que te hará bajar de peso con vibraciones en la barriga. Sonaba cada vez más fuerte y mientras atravesábamos Maripérez yo rezaba para que no se accidentara en esa zona donde ya no quedaba luz.
Recé tres padre nuestros y pensé: cómo una va a ser atea en Venezuela si siempre estás implorando 'que no se vaya luz, que consiga autobús, que tenga agua en casa, que no se quede varada esta chatarra'.
El conductor se detuvo más adelante. Hubo que hacer una revisión más completa y el colector le explicó que debían sacar toda la pieza, al igual que había pasado entre semana. Allí mismo decidieron dejarle el asunto a un amigo mecánico para el sábado.
Seguimos en la ruta y el carro se fue vaciando. Apenas tres mujeres quedábamos allí. A medida que avanzábamos la luz en los faroles escaseaba más y más. El carro cada tanto nos recordaba su desperfecto y yo ya más cerca de casa dejaba de rezar el Padre Nuestro y empezaba a imaginar la cama y el gato que me esperaban.
Atravesamos la Universidad Central y esa sí que no sabe de show de luces, de juerga, de gente que baila. El campus era una selva oscura donde no alumbraban ni los ojos de algunos animales que deambulan por allí.
La fiesta solo era en la Av. Sur 21.
Caracas; viernes 4 de octubre.
Ariadna García
#elhilodeariadna

sábado, 6 de mayo de 2017

Perdí los tomates (crónica)

Esta mañana desperté muy ansiosa en ir al mercado Guaicaipuro a comprar cosas para un picnic, tomé el bus en la Libertador a eso de las 9 de la mañana, miraba la ciudad con tristeza y añoraba poder recorrerla a todas horas, el auto se fue llenando, en el primer asiento, al lado del chofer, iba un cargamento de papel toilet capaz de surtir un orfanato, a mi lado se sentó una joven con un bebé en brazos y bolsas aparatosas que obstaculizaban la salida.

Me bajé del carro desesperada pues no cabía una persona más, en la puerta había un señor con medio cuerpo afuera y otro le gritaba que se montara en el segundo piso. Entré al mercado y recordé que necesitaba comprar un coleto, fue lo primero que llevé, había varios tipos con diferentes precios, toqué la textura de dos y me decidí por uno que no parecía algodón pero tampoco nailon.

Caminé hasta el puesto de frutas, no encontré fresas así que bajé al segundo piso, me detuve en el tarantín de flores, los girasoles eran altísimos y parecían montañas de oro desplazando todo lo que se encontraba a su alrededor. Pregunté por unas florecitas rarísimas de color blanco, eran extremadamente pequeñas y parecían de papel. Noté que la muchacha encargada llevaba gorra y que su cabello se había caído por una terrible enfermedad, me atendió con amabilidad y aunque en ese momento no compré nada, una hora después volví a para llevar algunas, fue allí cuando aprendí que las flores que me gustan se llaman: gerberas.

Caminé pocos metros hasta donde venden las moras, el kilo estaba en 6.000 bolívares, el doble del mes pasado, así que llevé solo 1/2, al frente de mí estaba un señor como de 70 años con una pequeña bolsa que contenía varios tubérculos, uno de los vendedores se acercó y dijo que estaba robando, "¡todo eso es robado, todo lo que lleva ahí, arranca (márchate) de aquí pa` que salgas barato!". El anciano tartamudeó algunas palabras y se retiró en silencio, luego apareció otro vendedor un poco más alterado dispuesto a golpearlo, sin embargo, el hombre ya se había perdido entre la multitud y yo deseaba que siguiera siendo así.

En el puesto de al lado los tomates se veían tan rojos y maduros que pensé en llevar albahaca para hacer una salsa, compré 1/2 kg por 1.500 bolívares, yo misma los escogí, me fijé en que estuvieran maduros pero sin abolladuras, también llevé una lechosa, la albahaca y algo de hierbabuena para preparar té.

En la cola para tomar el ascensor había una chica muy joven, embarazada y languidecida, se paró casi a mi lado, parecía algo nerviosa, entramos al elevador y la ascensorista nos recibió con el mismo carisma de siempre: buenos días muchachos, buenos días muchachas, ¡pasen adelante! El aparato bastante viejo tiene un rosario por uno de los lados y de fondo casi siempre se escuchan rancheras, aunque nunca estuve en México, cada vez que me subo allí, imagino que debe sentirse así.

Me fui a la calle a tomar el bus de regreso a casa, en una mano llevaba una bolsa grande con ropa y en la otra: las frutas, los tomates, la albahaca con la hierbabuena y las flores. Pasó un carro a los pocos minutos, estaba abarrotado, me enredé un poco al subir, un hombre muy gentil se ofreció a ayudarme y tomó mis bolsas, yo me quedé de pie con las flores y la albahaca entre las manos, noté que el señor bajó la cabeza al agarrar mi mandado, pero no pude ver lo que había ocurrido, detrás de él se desocupó un puesto y pude sentarme, toqué tímidamente su espalda y le hice seña que ya podía encargarme de mis enseres, le di las gracias y me los pasó, al recibir las bolsas, sentí que el peso no era el mismo; de unos seis tomates solo quedaban dos, revisé todo y le pregunté al señor: disculpe, creo que se me cayeron los tomates, respondió -¿será la bolsa que se rompió?-, no sé, tal vez, no se preocupe, no importa, dije.

La bolsa no estaba rota, en el intercambio, los tomates rodaron por el piso, lo supe después de un rato, cuando uno llegó hasta mi pie derecho, pude salvar a ese, al resto no los encontré. Fue así como supe, que mis flores favoritas se llamaban gerberas y que perder tomates perfectos no es una gran desgracia, que una gran desgracia hubiese sido que golpearan al anciano o que el último no hubiese saltado a ofrecerme ayuda. Después de todo las flores vuelven a crecer y los tomates a madurar.



El Hilo de Ariadna

sábado, 4 de marzo de 2017

Un día de playa en Venezuela (crónica)

El día lunes 27 me fui a la playa con un amigo argentino que lleva casi dos años viajando por toda América Latina en su camioneta bautizada "La Vagabunda". En Venezuela ya lleva tres meses. Salimos dispuestos a celebrar los carnavales en busca de las hermosas playas de este lado del trópico. Al bajar a La Guaira nos encontramos mucha cola y alcabalas de rutinas. El carro de Diego lleva un cartelito que dice: me ayuda con un galón de gasolina o una ducha, por lo que varias personas nos sonreían y en un momento de la cola, un joven se acercó a ofrecernos un baño, nos dejó su número de teléfono y se marchó. Dos días después le escribió a mi amigo y nos enteramos que se habían ido hasta Todasana a ver si nos conseguían. Gracias Víctor.

Una hora más tarde entramos al pueblo de Osma, decidimos quedarnos allí porque La Vagabunda se estaba recalentando, teníamos más de cuatro horas manejando. Estábamos cansados, paramos en una bodega compramos algunas cosas para comer y al llegar nos instalamos plácidamente en la playa. 

Las olas subían como la espuma y varios niños no se separaban de ellas, tomamos Fernet Branca, vimos muchas aves pasar, jugamos Uno y aunque yo misma le había enseñado a Diego las reglas del juego cada tanto me perdía y las olvidaba. 

Nos sentamos en dos sillas a tomar el sol que quedaba, a conversar sobre las cosas más tontas e importantes de la vida, esperamos a que cayera la noche y vimos cómo las estrellas aparecieron como un show de luces para nosotros. Diego buscó su guitarra, tarareamos un par de canciones, entre esas Volver y Por una cabeza, fueron horas de paz y de disfrute en aquel paraíso oculto entre las montañas.

En la noche preparamos un par de arepas en su camioneta, hasta yucas chips, yo observaba todo con curiosidad porque era la primera vez que acampaba en la playa y la primera vez que compartía ruta con un viajero. Un viajero que esconde tesoros maravillosos en esa furgoneta, latas que contienen té, esencias aromáticas y música.

Al lado de nosotros había una familia de mariachis que más tarde tocaron junto a Diego temas alegres que nunca faltan en las fiestas. Pasamos una noche tranquila, el día martes la lluvia nos dio los buenos días, pero el sol saldría más tarde con toda su fuerza causándome una insolación que todavía me hace arder las rodillas. 

Estando en la playa Diego me hace una pregunta inusual "¿Ari yo estoy muy drogado o ashllá hay un perrito azul?". Yo pensé: a este cuate ya se le fundieron las neuronas, pero al virar la mirada comprobé que efectivamente se trataba de un perrito azul.

Estuvimos bajo el sol casi tres horas, entre entradas y salidas al mar y al río, vimos a un hombre con pinta de jeque árabe tropical y a muchos niños surfear con sus maravillosas tablas. Compramos cervezas en un kiosco que tenía los niños más obedientes del mundo, ayudaban a sus papás en los quehaceres del negocio con tanta diligencia que me asombraba y hasta le hice el comentario al padre.

Nos despedimos de esa playa sin ningunas ganas, pero al día siguiente yo debía estar temprano en Caracas. Cogimos carretera hacia La Guiara, al pasar por Los Caracas nos detuvimos a admirar ese inmenso azul que es capaz de arroparlo todo, Diego subió al techo de la camioneta y lo seguí, nos hicimos un selfie y luego continuamos el viaje entre charlas honestas y melodías radiales.

La Vagabunda no tenía caucho de repuesto así que decidimos parar en una cauchera. Eran las 5:30 de la tarde, al salir de allí Diego dio una vuelta en U y nos incorporamos a un elevado, en ese momento aparecen de la nada dos hombres en una moto, le muestran la pistola a mi amigo y le dicen que se detenga, él me dice "Ari nos van a robar pásame la cámara". Le paso el bolso con todo, allí veo por el parabrisas que tenemos a los dos hombres al frente, uno llevaba una camisa roja y el otro una negra, -vestían de civiles- automáticamente pensé: nos van a robar, nos van a matar.

Diego no les hizo caso y giró como pudo al final del elevado, sin importar que venían carros en sentido contrario, más tarde me diría: lo hice para salvar la vida, solo pensaba en eso. Estacionó el carro en una calle y se lanzó del vehículo, yo me quedé adentro con la cabeza entre las rodillas, hablando con Dios, implorándole que nos ayudara porque sentía que nos iban a matar. Los hombres se bajaron de su moto y apareció otro en su defensa, en total eran tres. Cerca había una licorería y salieron alrededor de diez personas, en ese momento me sentí más "segura" y salí del carro, los hombres me gritaron "¿quién más está allí?" -Yo, nada más estoy yo, nada más estoy yo- les dije.

Estaban muy alterados y agresivos, repetían continuamente "si nos hubieran matado, ah, cómo vas a dar esa vuelta así, eres loco". Diego les pregunta ¿Quiénes son ustedes? "Somos funcionarios y te vamos a detener el vehículo, te vamos a poner una multa y si no lo puedes manejar, me lo llevo yo", respondieron.

Uno de los hombres se acerca al carro y comienza a registrarlo por la puerta del piloto, Diego se sube por el otro lado y le pide que por favor no revise su carro, el hombre se enojó mucho más y lo agarró por el cabello, le estrujó la cabeza hacia abajo. Mi amigo se bajó del carro y le dije que me dejara hablar con ellos para ver si conseguía calmarlos.

-Cuál es el problema, no te hicimos nada, venimos de un día de playa no queremos causar ningún inconveniente- les digo. El tercer hombre que salió de la nada era el más insistente de todos y seguía con que los hubiésemos podido matar. Horas más tarde Diego me contó que esos hombres nunca estuvieron en el mismo canal que nosotros, de hecho iban en sentido contrario.

En el momento que estoy tratando de mediar con ellos, una de las personas que había a nuestro alrededor le dijo a Diego que al lado quedaba un módulo policial, él corrió hasta allá y regresó con dos policías, estos desenfundaron sus armas, detuvieron a dos de los hombres y se los llevaron hasta la unidad. Estuvimos allí como una hora. Aparecían más y más policías, uno que llegó de último, dijo: "esos querían pegarles un quieto. Quiébralos porque yo no voy a apoyar sinvergüenzuras". En ese momento sentí que se me helaba todo el cuerpo, a Diego le hacían muchas más preguntas que a mí, -qué cuanto tiempo tenía en Venezuela, si era argentino, si tenía los papeles en regla-. No veíamos la hora de que todo aquello terminara.

Al cabo de un rato, comencé a avisar a mi familia, a mi jefa que también es periodista y le expliqué en qué lugar exacto estábamos, mandé el número de pasaporte de Diego, la placa del carro, mi número de cédula, no podíamos confiar en la policía, puesto que minutos antes habíamos sido emboscados por unos supuestos policías, todo podía pasar, incluso sembrarnos droga y aparecer al día siguiente en la prensa como: dos turistas que traficaban droga en Venezuela se enfrentaron a una banda criminal.

De allí tuvimos que ir a un cuerpo de investigaciones de un municipio cercano, nos tomaron las declaraciones, un oficial le habló a Diego en inglés, otro le preguntó que qué era lo que más le había gustado de Venezuela, él respondió que no quería ser descortés pero que no estaba de ánimos para hablar de eso -Solo quiero llegar a salvo a Caracas oficial perdónémé-.

Lo peor había pasado, pero seguíamos allí, yo sabía muy bien que habíamos salido "barato" como decimos en Venezuela. Solo podía agradecer a Dios por estar bien y estar con vida, sentía una suerte de alegría, en un momento le di un abrazo a Diego y le dije -estamos bien, vamos a salir bien-.

A pesar de los vicios evidentes que existían en ese cuerpo de seguridad, los oficiales nos ayudaron, nunca intentaron sobornarnos, al final uno me hizo preguntas muy específicas sobre lo que había ocurrido, porque según él era muy justo y no quería que los oficiales quedaran destituidos de sus cargos.

Ya eran como las 9 de la noche, una oficial me preguntó si Diego era mi pareja, le dije que no, que era mi amigo. Imagino que la pregunta no representaba nada en aquel procedimiento de rutina, pero la comidilla no puede faltar en esas instituciones desgastadas por el tiempo.

Diego le insistió a uno de los oficiales en que nos custodiaran hasta Caracas porque teníamos miedo, ya eran las 10 de la noche y encima el tercer hombre se había esfumado. Accedieron a enviarnos con dos policías. Eso es algo que aún les agradezco.

Al llegar a la casa solo quería ver a mi gente ir a ver a mi tía y darle un fuerte abrazo, que supieran que estábamos bien, que seguíamos aquí completicos, que nadie nos había arrebatado la vida, que pudimos tener un final feliz como el que pocos pueden, que nuestro día de playa no estaba tan arruinado.

Al final le dije a Diego: hay dos cosas que no olvidaremos de este día, esto y el increíble perrito azul.





El Hilo de Ariadna