Salir a la calle es enfrentarse a una violencia que no se
acaba nunca. Era miércoles 20 de febrero, entré a la misma estación de todos
los días, una mujer llevaba a cuatro niñas, ninguna tenía más de cinco años. Le
desenredaba el cabello a una con crueldad, alguien le dijo que era más fácil si
comenzaba por las puntas "de abajo hacia arriba", la mujer hizo saber
a quienes íbamos a su lado que no se detendría. Me impresionó que la pequeña no
llorara, solo le decía "no quiero". No quiero con fuerza, no quiero
con seguridad, no quiero dejando claro que no la haría llorar.
Los ademanes
también dejaron ver que los maltratos hacia las niñas van más allá del cepillo.
Mi cara no podía esconder tanta indignación y rabia, tomé una foto con ganas de
hacer algo ¿Algo? como si aquí hubiese justicia, como si la Lopna las
protegerá, como si el Estado hará su parte, ese algo se me fue en dos segundos,
pero no la impotencia de que esto pare.
Las menores tenían el cabello
despigmentado, amarillito como se le pone a quien está desnutrido. Otro rasgo
de una violencia que se volvió ley hacia los venezolanos: hambre, comida
racionada, Clap.
Salí del Metro despavorida, como casi siempre. Dejé la
cabeza puesta en el trabajo, en la pauta que iríamos a cubrir. Al estar en El
Cementerio y hacer unas fotos a varios locales cerrados, uno de los
comerciantes bajó rápidamente a avisarle a alguien que un par de periodistas
estaban por allí, se nos acerca un hombre visiblemente acelerado, pero hace un
esfuerzo para hablarnos pausado “Ustedes tienen que pedir permiso para hacer
fotos aquí, pedírselo al condominio, no pueden llegar aquí con esa actitud”. Le
digo: creo que está usando la palabra incorrecta, nosotros no tenemos ninguna
actitud, no sabíamos que había que pedir permiso, mientras suelto esto, me voy
alejando y le digo al fotógrafo que nos retiremos de inmediato. Salimos de
allí, continuamos el trabajo en la calle.
En el interín una protesta de obreros de la UCV que no
cobran desde el 3 de febrero. Historias de inmigrantes que se niegan a cerrar
las santamarías. Ojos aguarapados, ahorros perdidos, negocios que se caen.
Caracas da la impresión de que no se deja, así como la niña del cepillo en su
cabeza. Así le arranquen el cabello con fuerza ella dirá: no.
Cae la noche, cito a una amiga en el municipio Chacao,
conversamos por una hora, lo único que nos permitía el racionamiento de agua en
su casa, que llega a las 8:00 pm y se va a las 9:00 pm, entiendo la premura de
mi amiga, comemos torta rapidito, dejamos la plaza y los cuentos para otro día.
Al pasar por la tercera transversal de Los Palos Grandes nos encontramos con
una alcabala de Las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES), cuerpo señalado de
cometer múltiples ejecuciones extrajudiciales en el último año, sobre todo, en
zonas populares de Caracas. Los funcionarios llevan capuchas, armas de
distintos tamaños, el terror se impone y cada quien baja los vidrios con
extrema obediencia, sentí miedo, sentí pánico.
En un solo día: el peine y las niñas. El hombre que me
acusa de “tener una actitud”. Las FAES. Caracas.
Ariadna García
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