Hace apenas unos años atrás, cuando mi familia se reunía toda en Yaracuy, había una especie de tradiciones el 1 de enero. Una de ellas era ver el desfile de las flores que hacen en EEUU o en Londres, yo no lo sé porque nunca me gustó y no me quedaba a verlo. Le prestaba atención al recalentado que íbamos a desayunar y a las palabras de mi bisabuela.
Ana L, quien partió de este mundo hace casi cuatro años, se sentaba en el porche de la casa, veía hacia el horizonte y examinaba la luz. Mi abuela no era demasiado supersticiosa pese a ser de un pueblo que comparte ubicación geográfica con la Montaña de Sorte.
Sin embargo, lo del 1 de enero era una de las pocas cosas sobrenaturales que recuerdo de ella. Dependiendo del brillo o de la nubosidad, mi abuela diagnosticaba cómo sería el año. La verdad no recuerdo un mal augurio, siempre decía algo como: este año va a ser bueno, miren cómo entró la luz.
Tal vez mi abuela solo era ese puerto anclado a la esperanza y la transmitía a nosotros.
Ya no tengo a mi abuela para que me haga las revisiones de los años, tampoco creo haber aprendido a hacerlo, pero hoy vi el cielo y me pareció hermoso, recordé su ritual y a ella. Creo que la luz de hoy le habría gustado. Pienso que le asignaría un buen presagio.
Mientras conversaba con esa mujer que sigue a mi lado de otras formas, la palabra libertad no se me quitaba de la mente.
No sé qué depara 2019, pero tengo este cielo que me sonríe, la sabiduría de esa abuela y la palabra libertad entre el corazón y el pensamiento.
Gracias por tanto a Ana Lucía.
La mujer que me inspira a echarles este cuento corto.
El Hilo de Ariadna
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