jueves, 28 de febrero de 2019

Se me acaba el detergente

Me quedo sin detergente y quiero pensar que no será una tragedia volver a comprar uno, que la hiperinflación será benevolente y que hallaré algún producto barato, que la ropa sabrá que estamos en crisis y que decidirá ensuciarse menos.

Quiero creer que mis pantalones me harán caso, que seré menos torpe y evitaré manchar las camisas al comer, eso que ha sido como un defecto congénito de nacimiento.

Seré cuidadosa.

Estiraré lo más que pueda el litro color rosado que no tiene mucho olor, ni tan buena calidad, ese que llevé en diciembre porque me pareció el menos costoso de los que habían en el anaquel.

También quiero pensar que ese monstruo que sube mes a mes más de 100%, tratará igual de bien a mis connacionales y que les dará la mejor oferta de jabón en polvo o líquido, que oleremos a lavanda, a vainilla, a bebé, a limpio, a tranquilo.

Te prometo economía que estiraré este pote, que alejaré a mi gato de las sábanas, que no me quitaré los zapatos y caminaré el piso con mis medias.

Lavaré, lavaré lo malo, la hierba, la rabia. Lo lavaré todo.

Me quedaré con las flores, la lavanda.

Ariadna García

Gracias M por mostrar otra cara de Cuba


Necesito abrir este hilo y hablar sobre Cuba. Nunca lo dije, ni creo haberlo tenido tan claro, pero si hay un lugar en el mundo que siempre me generó curiosidad es esa isla. 

Todo empezó con las historias que me contaba aquella doctora inmigrante que vivió casi veinte años en Venezuela. Lo que yo sabía de Cuba era casi siempre sobre Fidel, la revolución. Los Castro. Las escuelas al campo, las injusticias, abusos, privaciones. Dolor.

No tenía idea de cómo vivía la gente allá, sobre todo, en la actualidad. Las múltiples restricciones que enfrenta la población, el cerco a la libertad de expresión, al internet, me hacían sentir que ese país estaba prohibido, que jamás llegaría a estar un poco cerca. No tenía contacto alguno con el mundo real de Cuba, con su gente, con los jóvenes, con las calles, con las guaguas. 

Leía 14ymedio, a Yoani, pero me quedaba la sensación de que no terminaba de cruzar la barrera hacia lo que verdaderamente era la cotidianidad en Cuba. 

Una vez, hace años, agregué a Aníbal en Facebook, un viejo amigo de esa doctora de la que les hablé al principio. Le envié la solicitud por mera curiosidad. Me preguntaba si ¿realmente Aníbal tendría internet para chatear conmigo? ¿Aníbal estaría allí? ¿Aníbal tendría la suficiente libertad para contarme algo? ¿qué había comido en una tarde de agosto, por ejemplo? ¿si le gustaban las galletas o si no era tan difícil conseguir café en Cuba?

Hace unos meses mi curiosidad fue parcialmente resuelta, sí, parcialmente porque creo, siento, que en algún momento necesito vivir a Cuba, ir, verla, saberla, preguntarle cosas. Hacerle las interrogantes que yo misma me hago y que día a día me atormentan.

La inquietud fue aplacada por una periodista, quien a través de sus redes sociales vive con una autonomía, con una libertad, honestidad y una felicidad que es capaz de traspasar la barrera de la virtualidad. 

M es alegre, es morena, es joven, es cálida, escribe sin detenerse. Viaja, vive. M vive, solo eso. 

Ella me ha mostrado lo que yo deseaba ver. Nos enseñó unos trozos de pan que les dieron a los damnificados del último tornado, unos hombres que iban en transporte urbano, un perro chino, una cena navideña que superó la dictadura de la carne. 

M también muestra a sus viejos y nuevos amigos. La risa, la hermandad, el amor por Cuba. 

Nos enseña cómo se vive en aquel lugar donde pensé que la gente no lo hacía.

Gracias M por mostrarme otra cara de Cuba, la que supera la dictadura de la carne, la que celebra, la que se ríe, la que sueña. La que no se detiene, la que es solidaria, la que vive.

Gracias Facebook por ser la ventana hacia ese pedazo de tierra que anhelaba conocer desde otra perspectiva. 

Gracias a la tecnología que puede apagar curiosidades y generar otras.

Gracias a todos los valientes que viven y que deciden amar, superar y celebrar. Gracias a aquellos a los que nada, ni siquiera un sistema poderoso, puede torceros.

Ariadna García

jueves, 21 de febrero de 2019

En un día: cuatro niñas desnutridas, un hombre que te acusa, Las FAES


Salir a la calle es enfrentarse a una violencia que no se acaba nunca. Era miércoles 20 de febrero, entré a la misma estación de todos los días, una mujer llevaba a cuatro niñas, ninguna tenía más de cinco años. Le desenredaba el cabello a una con crueldad, alguien le dijo que era más fácil si comenzaba por las puntas "de abajo hacia arriba", la mujer hizo saber a quienes íbamos a su lado que no se detendría. Me impresionó que la pequeña no llorara, solo le decía "no quiero". No quiero con fuerza, no quiero con seguridad, no quiero dejando claro que no la haría llorar. 

Los ademanes también dejaron ver que los maltratos hacia las niñas van más allá del cepillo. Mi cara no podía esconder tanta indignación y rabia, tomé una foto con ganas de hacer algo ¿Algo? como si aquí hubiese justicia, como si la Lopna las protegerá, como si el Estado hará su parte, ese algo se me fue en dos segundos, pero no la impotencia de que esto pare. 

Las menores tenían el cabello despigmentado, amarillito como se le pone a quien está desnutrido. Otro rasgo de una violencia que se volvió ley hacia los venezolanos: hambre, comida racionada, Clap.

Salí del Metro despavorida, como casi siempre. Dejé la cabeza puesta en el trabajo, en la pauta que iríamos a cubrir. Al estar en El Cementerio y hacer unas fotos a varios locales cerrados, uno de los comerciantes bajó rápidamente a avisarle a alguien que un par de periodistas estaban por allí, se nos acerca un hombre visiblemente acelerado, pero hace un esfuerzo para hablarnos pausado “Ustedes tienen que pedir permiso para hacer fotos aquí, pedírselo al condominio, no pueden llegar aquí con esa actitud”. Le digo: creo que está usando la palabra incorrecta, nosotros no tenemos ninguna actitud, no sabíamos que había que pedir permiso, mientras suelto esto, me voy alejando y le digo al fotógrafo que nos retiremos de inmediato. Salimos de allí, continuamos el trabajo en la calle.

En el interín una protesta de obreros de la UCV que no cobran desde el 3 de febrero. Historias de inmigrantes que se niegan a cerrar las santamarías. Ojos aguarapados, ahorros perdidos, negocios que se caen. 

Caracas da la impresión de que no se deja, así como la niña del cepillo en su cabeza. Así le arranquen el cabello con fuerza ella dirá: no.

Cae la noche, cito a una amiga en el municipio Chacao, conversamos por una hora, lo único que nos permitía el racionamiento de agua en su casa, que llega a las 8:00 pm y se va a las 9:00 pm, entiendo la premura de mi amiga, comemos torta rapidito, dejamos la plaza y los cuentos para otro día. 

Al pasar por la tercera transversal de Los Palos Grandes nos encontramos con una alcabala de Las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES), cuerpo señalado de cometer múltiples ejecuciones extrajudiciales en el último año, sobre todo, en zonas populares de Caracas. Los funcionarios llevan capuchas, armas de distintos tamaños, el terror se impone y cada quien baja los vidrios con extrema obediencia, sentí miedo, sentí pánico.

En un solo día: el peine y las niñas. El hombre que me acusa de “tener una actitud”. Las FAES. Caracas.

Ariadna García

martes, 12 de febrero de 2019

El olor de la pobreza

Hace unos años atrás, cuando Venezuela no atravesaba la crisis que vive ahora, una tía me hablaba del olor de la pobreza, pero por más que lo intentara no lograba entender, ni saber a qué se refería. No podía existir en el mundo tal olor.

Ella lo relacionaba con el humo y volvía a repetir: pobreza. Olor a pobreza.

Intuyo que lo descubrí en 2018, cuando el detergente se hizo incomprable, el gas escaseó aún más y la higiene en general se volvió un lujo. Llegué a ese olor en el Metro.

De repente la gente comenzó a oler como a leña, a humo, a fogones, a ropa mal lavada. Entendí que ese era el olor del que mi tía hablaba, ese al que yo no podía llegar. 

El olor a pobreza no es más que la suma de varios infortunios: falta de poder adquisitivo, falta de agua, de gas, de luz, de comida, de servicios básicos en general. El cuerpo no se mantiene ajeno a esa realidad, el cuerpo habla, llora, huele. El cuerpo grita.

Esta realidad la percibo en la Línea 3, entre los que vienen de Charallave, Ocumare, Santa Teresa. He llegado a la conclusión de que de allí vienen los más pobres, esos que viajan todos los días a Caracas a buscar el pan. Son ellos quienes huelen a fogones, a leña, a humo. Son los mismos que ahora cargan racimos de cilantro y cebollín. Sacos enormes con restos de verduras que hallaron en algún mercado. 

La pobreza huele a desdicha, a rabia, a trabajo mal remunerado, al no descanso. Huele a llanto, a injusticia, huele a una cuenta que jamás te dará. Huele a los billetes que no alcanzaron para el Ace, ni para el café, tampoco para el aceite.

Es un olor que hace mella en la dignidad. El olor a pobreza es extremo. Se solapa. Es el humo que ya se metió en la ropa, en la piel. Son los ojos que llevan horas sin dormir los que te hablan, los que ya no lloran.

Durante mucho tiempo pensé que no existía tal olor. No podía ser cierto. Ahora lo huelo, lo palpo, lo siento. No solo entra por la nariz, sino también por la mirada. 

El olor a pobreza tiene cara, no se oculta.

Venezuela.



Ariadna García