lunes, 11 de septiembre de 2017

Café Noisette

El sábado fuimos a Café Noisette, nos sentamos en una pequeña mesita de dos sillas, al frente teníamos un cuarteto de jazzistas que se lucieron con cada tema. Tuvimos una charla maravillosa. Siempre es grato hablar con ella, me contó sobre El Museo del Teclado y me dijo que allí se formaban unas rumbas buenísimas y que iban los mejores músicos de Caracas.

Hablamos de nuestros amores con la misma franqueza de siempre, hablamos de heridas profundas, del perdón, de la violencia, de la comida, del país, de nuestra familia, hablamos de todo, mientras al fondo se escuchaba La Vie En Rose.

Ella bebía una pepsi light y yo un té verde frío, entre cada sorbo, aplaudíamos al grupo y disfrutábamos de un ambiente agradable y clandestino, totalmente aislado de la violencia caraqueña. Mientras conversábamos notaba cómo el reflejo de las plantas le daba en la cara, cargaba unos lentes de pasta morados que le quedan muy bien y la hacen lucir más joven.

O siempre ha sido muy complaciente y lo atribuye a que solo tiene dos sobrinos, esa noche no fue la excepción, me invitó como tantas veces una cena riquísima, así que pude disfrutar de un Tartine de Sardine y de su compañía que es mejor que el jazz, el tartine o todas las crepes de este mundo.

En nuestra familia somos parcos de nacimiento, a veces me provoca darle un apretón o hacerle cariño en sus brazos gordos, pero eso la incomodaría así que me limito a observar sus gestos y a escuchar con atención todo lo que dice. Es una mujer muy sabia y cada cosa que pronuncia es para dejar huella.

Nos acercamos a la caja a pagar la cuenta, el dueño siempre está allí, nos hizo un gesto cariñoso y como otras veces preguntó qué tal habíamos pasado, respondimos que maravillosamente y que no teníamos ganas de marcharnos, pero ya eran las ocho y no es prudente andar por allí. Él asintió con la cabeza y se despidió con un: merci.

Yo quise responder merci beaucoup, pero siento que no me sale bien, así que solo dije: merci.

Tomamos el metro hasta la casa, al salir de la estación caminamos rapidito deseando llegar a la entrada del edificio y sentirnos a salvo, en el trayecto escuchamos una explosión, un impacto raro, yo creí que se trataba de un disparo y me puse nerviosa, corrí hacia la puerta, ya estábamos cerca, ella se agachó, se detuvo. Se crió en un barrio donde los plomazos son constantes y el oído se afina, yo que crecí con el ruido de las ranas y de los grillos, aún no he podido identificar ese chasquido que hace como un -cloc- o un -plop-.

Luego de unos segundos, cuando escuchábamos la risa sádica de tres mujeres que disfrutaban  vernos correr como animales nerviosos, ella me miró con una profunda tristeza y pronunció -ya no podemos salir de noche Ariadna-, la vista la echó hacia la esquina de la calle donde se incendiaba un carro, todo estaba presto para infundir temor y yo cedí.

Subimos en el ascensor con el corazón en la boca, una cena magnífica había sido empañada por una serie de eventos extraños y desafortunados, con su mirada me lo dijo todo: no sabes defenderte de esta violencia y yo tampoco puedo hacerlo por las dos, pudo haber sido un disparo en vez de un triqui traqui, pudo acabar con lo más preciado que tengo, porque así es esta ciudad intranquila y violenta, La Vie en Rose ya no era rose, era un violeta intenso casi negro y sin mucho decir, el miedo fue más grande y nos sumió en un silencio desalentador.

Ya no osamos tomar bebidas en algún lugar, últimamente no hablamos, la calle continúa dando miedo y me sigue gustando el jazz, aún no sé reconocer ese sonido, ni quiero, pero sí sé que sé correr: yo sé correr.


El Hilo de Ariadna

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