Salí al trabajo a eso de las 09:30am tenía ganas de comerme una tizana de la esquina, conté el centenar de billetes que ahora debes usar, para comprar aunque sea un caramelo, me dirigí a la parada de los cubitos de frutas, entregué los 300 bolívares que fue lo que pagué la semana pasada, la señora me dijo -de 400, de 500 o de 600- inmediatamente intuí que era un cholazo a mansalva de la inflación, le di la diferencia, la vendedora con cara de angustia me preguntó si yo iba a agarrar hacia arriba, le respondí -no ¿por qué? está muy feo- asentó, -sí, han pasado muchos motorizados raros para allá- le señalé que yo iba hacia la avenida y me respondió -menos mal mija, dios te bendiga-, -gracias señora- (con cara de quinceañera enamorada).
Pensé: qué buena esa señora que me echó la bendición.
Caminé hacia el metro, se me derramó un poco de jugo, porque el vaso estaba robosado, tragué rápido, pues tenía que entrar al metro, en la salida una mujer de unos 50 años, me preguntó -¿en cuanto compró eso?- le hice seña con los cuatro dedos, tenía miedo de hablarle, por la psicosis colectiva de la burundanga y los robos extenuantes que suceden a cada segundo. Me dijo -ah es que un familiar montó un puesto y quería saber en cuánto las venden por aquí-, no quise parecer descortés y respondí con cara de absoluta curiosidad -¿ah sí y en cuanto las venden?-, -en 50, no le está ganando nada-, -no- respondí.
Allí quedó la conversación, sucumbí ante las escaleras mecánicas, metí mi único ticket en el torniquete averiado, esperé el tren en dirección Plaza Venezuela, seguí el trecho hasta mi trabajo, tenía pauta a las 11:00am en la sede de Fedecámaras, llegué tarde, rezaba para que la rueda de prensa no hubiese comenzado, -fue en vano- sin embargo, disfruté el camino de ida, el cielo estaba azul piscina y tenía nubes, muchas nubes, que parecían burbujas batidas o crema batida. El Ávila estaba floreado, vi plantas con pepitas anarjandas, árboles con rosas moradas y amarillas, otro bastante particular con unas ramas largas que dan un fruto vinotinto, pasamos por los campos de golf, por el barrio chino, todo se veía en calma, ordenado, como si por unos minutos no estuvieses en Caracas.
Llegué a hacer mi trabajo, el fotógrafo ya estaba allí, alcancé a rocoger buena información, gracias a una colega que le hacía preguntas al ponente.
De regreso, todo estuvo más o menos igual, llegamos a la torre, almorcé... A eso de las 04:30pm bajé con mis compañeras por un café, reímos, observé nuevamente el cerro que ya esa hora estaba encapotado, me tomé un marrón grande que aliñé con polvo de canela y de cacao.
Bajamos a nuestros puestos, en la redacción se encontraba Diosa Canales, mientras le hacían la entevista, casi todos los hombres del área y unas cuantas mujeres, hacían prestos la cola para tomarse fotos con la vedette. Al fondo alguien rezongaba -después no se pregunten por qué tenemos un presidente como el que tenemos-.
La zarzuela duró poco, se acabó al marcharse el cuerpo voluptuoso de la mujer, que estaba cubierto por una malla beige con encaje negro, que despertaba la curiosidad y el morbo de los presentes.
Terminé mi nota a eso de las 06:30pm, esperé un poco, mientras me encargaba de resolver unos tigritos pendientes. A las 07:20pm ya estaba lista para enrrumbarme hacia mi casa.
De camino, un motorizado venía de frente hacia nosotros, traía luz, pero venía frontal, "a lo macho", se hizo a un lado, todas las mujeres que ibamos en el carro ruidoso, coincidimos en que era un inconsciente.
Agarramos hacia la Avenida Fuerzas Armadas para dejar a una compañera, después bajamos por el Hospital Vargas. Perdí el contacto con esa Caracas nocturna, desconozco cómo luce y cómo se mueve, me aterra, le huyo tanto como pueda, veía todo con absoluta lejanía.
En estas últimas noches antes de que me lleven a la casa, he hecho turismo por algunas zonas como El Llanito, Terrazas del Ávila, Fuerzas Armadas, la Avenida Lecuna o la redoma de Petare. El martes cuando cruzábamos por la redoma, vi los mercadillos ya recogidos, a una muchacha que parecía prostituta, por el bamboleo de sus caderas, el corto vestido y por la forma en que le habló a dos hombres, el sucio de las calles y sentí ese hedor a pescado y a fruta podrida tan característicos de Petare.
Todo aquello me aceleró el corazón, Petare siempre me acelera el corazón, sentí miedo y pensé en las cosas terribles que se desentrañan en aquel barrio, en lo que no vemos, ansiaba tener una cámara y documentarlo todo.
Hoy bajando por el Vargas, había bastante gente en la calle, las camioneticas estaban paradas haciendo su agosto, observé a tres niños hurgando entre la basura como si se tratase de una piñata, más adelante dos jóvenes lucían atornillados en una de esas ventanas coloniales, con sus bandoleros terciados, parecían estar esperando a sus presas.
La luz de las calles zigzaguea, en una cuadra hay y en la otra no, todo luce en silencio, pero al mismo tiempo los carros viejos se niegan a morir. La gente camina rapidito hacia sus refugios, las luces de los apartamentos parecen los únicos salvavidas.
Los carros y las motos se pelean el primer puesto, no hay cabida para el semáforo, todos huyen en aceras distintas para llegar a sus casas. La presencia de unos pocos guardias ya no abriga, la patilla que comí temprano se me borró de un sopetón, por poco olvido las nubes burbujeantes de la mañana, pero Caracas es así, primero te da un suave beso y luego te estampa un mordisco.
Ariadna García
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