Uno hablaba con mi tía Elba y sentía que todas las noticias en el mundo eran buenas, mi abuela Ana Lucía igual, siempre con la misma esperanza, la misma fortaleza. Algo en ellos te hacía sentir íntegro, fuerte, lleno de vida. Era como si por un minuto sus achaques desaparecían, no tenían voces de viejos ¡no! tenían un vozarrón como cualquier cantante de ópera.
Cuando mi tía Elba llamaba a la casa (de Maracay a Yaracuy) me gustaba atender el teléfono, escucharla era eso, llenarse de algo bueno.
Mi tío Gundo tenía la fama de extenderse muchísimo, mi tía Odalys y yo bromeábamos con eso. Eran iguales, conversaban por horas, ninguno de los dos tenía noción del tiempo. Mi tío Gundo era cariñosísimo, a pesar de que no compartimos mucho, atesoro los momentos en los que coincidimos, estar con mi tío era como estar con mi abuelo. Escuchar a mi tío era escuchar a mi abuelo.
Una vez celebramos su cumpleaños y yo no podía dejar de tocar sus manos, le repetía: tío tienes las manos más suaves del mundo.
Al conocer la noticia tenía una serenidad como alguien a quien ya no le espanta la muerte. Con los años el corazón se curte y ves las cosas de otra manera. La muerte de mi abuelo me enseñó muchísimo y la de mi abuela Ana Lú fue la que hizo que entendiera que ellos, nosotros, todo lo que alguna vez amamos un día se irá.
Sin embargo, sentí nostalgia, dije: ya se nos han ido casi todos los viejos. Es como si de alguna forma los retratos más antiguos empiezan a desaparecer, desde luego, solo en este plano.
Recordaré a mi tío como el hombre de las palabras más dulces, como Segundo García, el de los ojos atigrados que siempre decía: cómo está mi vida linda, mi vida querida.
De esas voces ya no me queda ninguna, por eso creo que cada día las atesoro más.
Ariadna García