No sabía si su intuición era una bendición o un castigo, pero podía revelar historias con solo ver miradas.
Esa tarde sus gestos lo delataron. Él era un soldado aunque ese día parecía un triste esclavo, ella percibió lo que haría minutos más tarde y supo que debía marcharse.
Su error fue pensar que siendo un chico de su misma edad era tan ingenuo como ella. Sus rasgos blandos, esa piel lozana y su barbilla perfectamente esculpida como el mármol, lo hacían ver como un ángel y hasta algo adolescente, aunque sus manos de amante experto parecían que habían amado el cuerpo de una mujer por más de un siglo.
Sabía en qué lugar colocar los brazos, la boca y el deseo, era muy joven para conocer tanto, pero lo sabía y ella disfrutaba de ese manjar que le proveía su buen amante. La primera vez que lo hicieron él se las arregló para emborracharla de locura, sus tamaños eran dignos y no generaron ninguna duda, al contrario, ella se entregó como agua que lleva el río y dejó que ese fuego intenso se apagara lentamente con cada lamido.
Esa noche y esa mañana se amaron incansablemente, ella se sintió cómoda y pensó por un momento que él no solo sería su amante sino su novio, porque la complicidad entre ambos era como la de una pareja que comparte risas y secretos de toda una vida.
Su nombre era Jonás, no parecía ocultar nada, era un muchacho joven pero enfocado, siempre se mostró maduro y con tan buenos modales que parecía haber salido de un claustro de monjes tibetános.
Sus encuentros fueron pocos, él vivía retirado de la ciudad y había dejado claro que no quería nada que lo comprometiera demasiado, ella por respeto a eso no hacía muchas preguntas y se limitaba a disfrutar el momento. Sin embargo, al conocerse, Jonás le habló de una familia a quien le tenía mucho aprecio por su apoyo y hospitalidad, para ese entonces ella no levantó sospechas de algo más, tenía la mala costumbre de creer en la palabra de la gente, vivía en un mundo distinto, se concentraba en lo que realmente le importaba y no perdía el tiempo en especulaciones.
Varias noches, las noches en que Jonás pernoctaba en casa de esa familia, casi no le escribía, incluso hubo veces en que se esfumó como aquel personaje de ojos vendados que ocupaba las tardes de los niños que no tenían cable.
En esa casa había una mujer madura y muy atractiva, ella era la que se encargaba de todo, los llenaba de invitaciones y de regalos, no solo a él sino a resto de jóvenes que allí se reunían. Él hablaba de aquellas veladas sin muchos detalles, pero sí con una intensa devoción.
Mónica le hacía mimos y lo admiraba, lo veía como un buen muchacho, uno que no sería capaz ni de dañar el ala de una mosca.
Esa tarde se encontraron en un café y él parecía lejano y algo confundido, le dijo que pasaría la noche en casa de esa buena familia, pero ella sintió una sensación extraña e intuyó que había algo más, actuó normal y terminó la plática con temas triviales, se despidieron en la estación de trenes con un dejo amargo, sus ojos marrones se volvieron más oscuros y la barbilla de él ya no le parecía tan hermosa.
Ella bajó unas cuantas escaleras pero luego decidió devolverse para seguirlo, agarró calle arriba y lo divisó a los lejos, él llevaba pantalones oscuros y daba pisadas firmes, en el trayecto se detuvo en un kiosco a comprar rosas, Mónica observaba a hurtadillas y al ver aquella escena sentía que el corazón pulsaba con más y más fuerza.
Pensó que era ridículo seguirlo pero al mismo tiempo quería saber que se ocultaba detrás de aquella fachada de niño bueno. La respuesta era obvia pero necesitaba verlo con sus propios ojos para finalmente marcharse.
Jonás seguía caminando con sus rosas en la mano, pero no se veía como un enamorado sino mas bien como un muerto andante, cruzó la avenida Crisanti y Mónica lo seguía con ganas de no haberlo hecho, se sentía tonta y ajena a todo lo que ocurría.
Él se detuvo en un edificio verde con rejas negras y se sentó en la acera, ella esperó una cuadra antes dentro de un centro de llamadas que estaba a punto de cerrar. Eran las seis y media de la tarde y Bogotá lucía más fría y peligrosa que nunca.
Luego de un par de minutos se atrevió a salir de su escondite y vio a Jonás de pie, hablando por teléfono a un lado de la entrada. A los diez minutos apareció una mujer de unos 45 años, muy elegante de cabello oscuro y piel tersa, llevaba un vestido negro que dejaba ver el buen estado de su figura. Él le entregó las flores y le mordió el labio inferior, rieron como dos amantes de larga data.
Mónica supo de inmediato que era la mujer de las reuniones, la misma que ella creía era una madre para él. Se dio media vuelta y caminó tan rápido como pudo, tenía una sensación extraña en el cuerpo, en esos segundos la imagen que tenía de Jonás se había evaporado y con ella la ilusión de un romance honesto.
Aquel hombre ya no era un muchacho fresco, sino un hombre curtido y mozo de esa mujer que le doblaba la edad. En ese instante comprendió las ausencias, los silencios y esas manos expertas que la hicieron gritar. También supo que él no era su amante sino el de ella.
Así como decidió caminar de prisa se juró olvidar, no entendía por qué no le habría dicho la verdad, pero ya no tenía caso, tomó un bus y sacó un libro de la cartera, comenzó a leer de camino a casa, esa sería la última vez que vería a Jonás y la última vez que se le ocurriría perseguir a alguien.
Ariadna García
#Elhilodeariadna