Vivir a Caracas no es fácil y menos en las noches
Pierdo la cronología en este relato, pero prefiero comenzar desde lo menor a lo peor. Hoy mientras iba en el bus, se subió una chica, enseguida capté algo extraño, lo extraño nunca me hizo problemas, al contrario siempre fui de acercarme a los raros, yo era rara, sigo siéndolo. Esta chica, con la camisa estrujada, sucia y anudada de un lado, pagó su pasaje, se quedó parada en la puerta, aún cuando habían puestos, allí de reojo la observé y noté esa mirada cabizbaja, que se metía en nuestras bolsas, en nuestras ropas, en nuestras carteras, esa mirada de quien busca lo que no debe, pero es lo que hace. Resulta que ahora lo raro -es peligro- lo raro se volvió un alerta, una mirada, un gesto, un movimiento, mi ojo vive día a día en vilo, es una pelota de básquet que va a todas partes, sin traerse nada.
Solo fue una chica, pero no una chica cualquiera, sino una que entra en esas miradas.
Hace dos noches, fueron dos caras en el metro, una muchacha y un muchacho, jóvenes malabaristas, con un aspecto de calle, con unas pieles que supuraban y dejaban ver el estado en el que se encuentran, la gente murmuraba, comentaba sobre otros casos de drogadictos cercanos a ellos, algunos regenerados otros no -por mi casa había una muchacha así, en ese estado y era bonita, era bien bonita-. A los bonitos no les debe pasar nada malo, al parecer, o es atípico que a los bonitos les pasen cosas malas, así como a los protagonistas de las pelis, en la vida real los bonitos no mueren, son protegidos por esa belleza celestial.
Al igual que los bonitos, están los jóvenes, impacta ver a los jóvenes de una ciudad en un estado deplorable, pues los jóvenes, deberían estar estudiando, viajando, explorando sus cuerpos, yendo de rumba, maravillándose con lo nuevo que les ofrece el mundo. Las condiciones están dadas, para eso, para que los jóvenes caigan en una espiral llena de oscuridad, lamentablemente.
Dos noches anteriores estaba en la Línea 3 como de costumbre, aunque un poco más tarde, eran casi las 09 de la noche. Llegó una señora gritando -Aquí hay discapacitados, quién es discapacitado aquí- Paró en la recta amarilla una silla de ruedas, con un niño como de cinco años con parálisis cerebral y a su lado estaba otro niño aparentemente sano, como de siete años, la señora no se veía bien, al menos no estable, seguía repitiendo -Alguien es discapacitado aquí- Todos en el vagón íbamos con caras largas, de pesar, por el niño en la silla de ruedas. A los niños no les debería pasar cosas malas, a ellos si que no, la señora en cuestión, era la abuela de aquellas dos criaturas, se veía preocupada por el niño, le quitó la sábana porque estaba sudando y su gorra azul clara, el otro niño bien despierto, comía una chupeta, que luego de cada lamida la compartía con su abuela, con gestos afables, la señora entre su devaneo sacó una botella de alcohol y allí las caras cambiaron, tomó un trago y le dijo al niño -Que te lleve la Lopna a ti a mí no...-
Mis ojos se quedaron allí inmóviles ante aquella situación, me tocó bajarme, pero mi cabeza siguió allí, haciéndose preguntas, pidiéndole a un Dios todopoderoso, su mano y su protección para esos dos niños, mi mirada siguió en ese vagón, hay cosas que es mejor no ver.
Más que la crisis económica, más allá de la insalubridad, la inseguridad, los mil y un problemas que tiene este país. Me preocupan los niños en manos incorrectas, me preocupa un Estado desconectado de su gente, de sus problemas, me preocupa que nuestros niños no gocen ni de un ente chiquitico de protección.
Empiezo a preguntarme que puedo hacer para ocuparme, qué podemos hacer para que esas miradas se trasladen a hechos, para que esas miradas dejen de ser indiferentes y comiencen a hablar, qué podemos hacer por nuestros niños.
Por estas calles las historias abundan, en cada vagón puede haber un infierno, en nuestras manos puede que haya algo bueno para dar, es hora de cruzar.
Por ahora espero que Dios me escuche y alcance para todos.
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