No es habitual que salga de la oficina cuando ya se ha puesto oscuro. Sin embargo, al irme ayer, era casi de noche. Crucé el semáforo y subí por la calle de la avenida Sur 21, me sorprendió ver el show de luces que hay en ese pequeño tramo de adoquines que, ahora se llena de cafés y sitios lujosos. Era una luz violeta con un techo de otras luces del color de la bandera. A mi lado derecho había un puesto de paletas y al izquierdo muchísima gente se tomaba fotos. En distintos pedazos de esa calle las personas fotografiaban. Unos pasos más adelante, en la plaza El Venezolano, había fiesta, música, gente. El lugar estaba algo oscuro, pero eso no impedía que estuvieran allí.
De pronto me sentí completamente ajena a esa juerga en la que no participaba. Yo caminaba con prisa por miedo a no hallar autobús y mis manos seguían heladas por el frío de la oficina o tal vez era el frío que me produce Caracas en las noches.
En el resto del camino había más música, milicianos afuera del Techo de la Ballena. Otros locales medio llenos, medio vacíos. La plaza Bolívar medio iluminada, medio oscura.
Esa calle con luces violeta me recordó que el resto de las calles del país ni tienen tanta vida, ni tienen tanta luz. Esa calle es tan ajena al resto de los hechos que se solapan día tras días. Esa calle era como el glacial que era mi cuerpo.
Alcancé la avenida y a los 10 minutos pasó un bus. Lo tomé aliviada. Comenzamos a rodar y como siempre yo clavaba la mirada en los autos que se volvieron viejos, en las calles en la penumbra o en los edificios roídos. Había gente y de nuevo me sorprendió, dado a que no paso a esa hora por allí. La plaza La Candelaria estaba a media luz, no precisamente daba un aspecto romántico, pero lucía llena.
Más adelante por el mercado Guaicaipuro una chica paseaba a su Golden retriever, en una calle donde crees que te despojarán de todo. Ella se movía con tanta serenidad que dije: ¡Indudablemente yo vivo en otro país -en mi cabeza-!
Un hombre que llevaba una bolsa con latas se subió al autobús y se quedó guindado de la puerta, como si él mismo se impusiera que un latero no puede sentarse en los asientos, igual que el resto. El carro viejo empezó a hacer un sonido raro. El conductor paró y su ayudante revisó no sé qué cosas en la rueda derecha. El auto hacía como un aparato eléctrico que te hará bajar de peso con vibraciones en la barriga. Sonaba cada vez más fuerte y mientras atravesábamos Maripérez yo rezaba para que no se accidentara en esa zona donde ya no quedaba luz.
Recé tres padre nuestros y pensé: cómo una va a ser atea en Venezuela si siempre estás implorando 'que no se vaya luz, que consiga autobús, que tenga agua en casa, que no se quede varada esta chatarra'.
El conductor se detuvo más adelante. Hubo que hacer una revisión más completa y el colector le explicó que debían sacar toda la pieza, al igual que había pasado entre semana. Allí mismo decidieron dejarle el asunto a un amigo mecánico para el sábado.
Seguimos en la ruta y el carro se fue vaciando. Apenas tres mujeres quedábamos allí. A medida que avanzábamos la luz en los faroles escaseaba más y más. El carro cada tanto nos recordaba su desperfecto y yo ya más cerca de casa dejaba de rezar el Padre Nuestro y empezaba a imaginar la cama y el gato que me esperaban.
Atravesamos la Universidad Central y esa sí que no sabe de show de luces, de juerga, de gente que baila. El campus era una selva oscura donde no alumbraban ni los ojos de algunos animales que deambulan por allí.
La fiesta solo era en la Av. Sur 21.
Caracas; viernes 4 de octubre.
Ariadna García
#elhilodeariadna
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