martes, 7 de enero de 2020

Vendedores ambulantes

Observo a un conductor de autobús, en un terminal que huele a yodo, lleva puesta una camisa manga larga, correa de cuero, pantalón y zapatos de vestir en medio de temperaturas que rozan los 35 grados. Hace un calor intenso, en los autos el armazón se pone tan caliente que por un momento sientes que esas latas destartaladas saltarán y llegarán directo a tu cara.

Al menos el color de las camisas es rosado y no gris, ese gris denso y oscuro que expiden los tubos de escape de estos carros. A pesar de que este lugar parece un museo del óxido, ahora mismo hay un olor a coco. Se parece al de esas fragancias que venden en la playa. Esos aceites de dudosa procedencia que hacen que tu cuerpo pase de un blanco asiático a un impecable zanahoria. 

No logro detectar de dónde proviene el olor, apenas diviso a un hombre de franelilla blanca que fuma un cigarro recostado a uno de estos enormes autobuses. No creo que los cigarrillos hayan evolucionado tanto que en vez de oler a monoxido de carbono ahora huelan a esa fruta tropical que en este país se ha vuelto tan cotizada.

En estos 20 minutos que llevo aquí, quizás exagero, los vendedores ambulantes no han parado de entrar y salir. Primero fue una mujer que cuando los pasajeros no le respondieron "amén", aclaró que decir "Dios los bendiga no bendice a quien lo dice, sino a quien lo recibe". Esa misma frase la repitió tres veces, en pocos segundos y sin alterar el orden de ninguna de las palabras.

"Por eso hay que decir amén, porque Dios es el que bendice". Luego un hombre que vendía chupis y detrás de él una anciana que ofrecía enormes barras de chocolate. "Llévela para que esta noche duerma como un toro", dijo. Eso parecía más bien la publicidad de un fármaco para la erección que una golosina, como esta ciudad se llena tanto de productos importados, no es descabellado pensar que esa barra a la que no alcancé a verle el nombre, pero que empieza a ser popular entre los vendedores, incluya algo más que simples dosis de carbohidratos. 

Pasaron unos minutos y finalmente este camastro tomará rumbo hacia ese pueblo lleno de historias espiritistas. Pero pasó algo que desentona con el inicio de este relato y es que el chofer que conducirá este autobús no carga puesta la camisa de vestir. Lleva una franela gris como esas que usan los hombres para hacer ejercicio. La camisa rosada percudida va colgada de un gancho justo detrás de su espalda.

Nos fuimos. 

Detrás de el portón que se abre para darnos paso todo a mi alrededor es rojo. Rojo como el de las franjas del bolso tricolor que lleva puesto uno de los últimos hombres que se subió al autobús.

"Que tengan buen viaje", soltó una mujer que estaba sentada en el piso.

Caracas; sábado 12 de octubre


Ariadna García

El Hilo de Ariadna