Sentí su arena calentando mis pies, era suelta, se espolvoreaba, brillaba, era entre gris y marrón muy claro, el sol estaba radiante, no era tan grande como el mar, pero su fuerza era evidente, tan imponente que podía hacernos arder a todos.
A la orilla, la arena yacía húmeda, su gris era más oscuro, era más espesa, pudimos hacer bolas con ella, figuras de diferentes tamaños, por supuesto que, enterramos nuestras extremidades, es probable que nos hayamos hecho los muertos, la arena resultó amigable, nos dejó jugar, siempre nos deja jugar.
La arena se pegó de mi cuerpo, cual post it, parecía una malla grumosa, las bolas que hicimos terminaron en nuestros traseros, el sol picaba, era bonito.
El calor me acercó al agua, no tuve miedo, me sentía en mi hábitat, hasta pensé que debía ser un animal marino, con timidez, metí la punta de los dedos de mis pies, me agaché, sentí el agua con mis manos, era fría, la echaba de un lado a otro, como haciendo una especie de cadencia, cayeron gotas en mis mejillas, mis mejillas de niña, salpicaron gotas en mi pelo negro, mi pelo aún de niña, yo era una mezcla entre arena y mar.
Era mágico, habían risas, había una ráfaga de sol, era una luz que parecía no acabarse nunca, recuerdo mi bañador morado, también llevaba un sol.
Logré conseguir un poco de fuerza y metí todo mi cuerpo en el agua, vi azules de dos tonos, al comienzo era turquesa, mar adentro era más oscuro, tan oscuro como la noche. Adentro me sentí segura, volví a jugar, el agua me cubría hasta los hombros, había enchumbado mi pelo negro y mis pestañas, el agua revoloteaba como un pájaro hasta llegar a mi boca, el agua era un niño pequeño.
El día en el mar parecía infinito, el sonido de la brisa era serena, nos llamaron para comer sándwich con diablito y salsa rosada, salimos corriendo, bajo la sombrilla nos esperaba mi tía, se veía bella, era su primera vez en el mar luego de la operación, a mi tía le habían hecho una mastectomía, ese día se atrevió a ponerse un bañador, lo lucía tranquila, era igual que la brisa, serena...
Comimos alegres, tomamos colita, mi mamá hizo una torta de auyama con pasas, también la comimos. Nos pusimos 15 minutos bajo el sol, el sol nos sacó pepitas de sudor en la nariz, el cabello se nos metía en la boca con la brisa, el cielo estaba azul claro, las nubes eran blaquitas, blanquitas.
Las abuelas nos llamaban, decían que nos íbamos a "chicharronar", que regresáramos, nosotros inventábamos cualquier excusa, disfrutábamos ver pasar a todos, con sus trajes de baños curiosos, a la pareja más viejita que haya sobrevivido jamás, al deportista que recorría la playa de punta a punta, a los que se quedaban un rato, viendo como se les hundían las huellas, al señor de los afrodisíacos, con nombres que no eran para niños, al vendedor de las pulseritas de colores, al heladero con el carrito de Tío Rico, al perro que se metía con gusto en el agua y se salía para entrar con más fuerza, disfrutamos cada segundo de ese día.
Mi primera vez en el mar la recuerdo así, como el día más bonito de mi familia, como el día más genuino de la vida, como si lo nuevo fuese una joya inmortal.
Mis pies arden ahora en la arena, porque este día de playa se desvanece.
La familia es una joya eterna.