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jueves, 25 de abril de 2019

La ruralización de Ocumare del Tuy viaja en Metro hasta Caracas

La ruralización de lo que se ha convertido la vida en Ocumare del Tuy, Santa Teresa, Los Valles, viaja en Metro a Caracas, así lo presencio todos los días. Cada vez es más común ver personas con sacos de verduras al hombro, racimos de cilantros en las manos.

Hoy un hombre llevaba una bolsa llena de algo que parecía sardinas y que dejó el piso encharcado de sangre. Los hedores también se concentran de un lado a otro en los vagones. Los mendigos, los desnutridos también son más, cada día más.

Viajar todos los días en la Línea 3 es enfrentarse a una población que cambia, que pierde la urbanidad. Me convenzo de que pronto veré gallinas, conejos y de todo lo que la gente pueda traer a la ciudad para comerciar, para sobrevivir.

Una vez vi a un señor que llevaba en las piernas la piel de un chivo, desconozco cuál es el proceso, pero el animal aún olía, parte del vagón estaba impregnado. El anciano le dijo al alguien "De aquí salen 15 pares de zapatos". La escena era rarísima. Nueva.

Hace como dos años en una conversación con amigos dije: "Me preocupa la ruralización de Caracas", todos se rieron, yo también. Hoy el chiste se volvió verdad, nuestros modos de vida se desdibujaron. La ruralización nos alcanzó.

Ariadna García

martes, 12 de febrero de 2019

El olor de la pobreza

Hace unos años atrás, cuando Venezuela no atravesaba la crisis que vive ahora, una tía me hablaba del olor de la pobreza, pero por más que lo intentara no lograba entender, ni saber a qué se refería. No podía existir en el mundo tal olor.

Ella lo relacionaba con el humo y volvía a repetir: pobreza. Olor a pobreza.

Intuyo que lo descubrí en 2018, cuando el detergente se hizo incomprable, el gas escaseó aún más y la higiene en general se volvió un lujo. Llegué a ese olor en el Metro.

De repente la gente comenzó a oler como a leña, a humo, a fogones, a ropa mal lavada. Entendí que ese era el olor del que mi tía hablaba, ese al que yo no podía llegar. 

El olor a pobreza no es más que la suma de varios infortunios: falta de poder adquisitivo, falta de agua, de gas, de luz, de comida, de servicios básicos en general. El cuerpo no se mantiene ajeno a esa realidad, el cuerpo habla, llora, huele. El cuerpo grita.

Esta realidad la percibo en la Línea 3, entre los que vienen de Charallave, Ocumare, Santa Teresa. He llegado a la conclusión de que de allí vienen los más pobres, esos que viajan todos los días a Caracas a buscar el pan. Son ellos quienes huelen a fogones, a leña, a humo. Son los mismos que ahora cargan racimos de cilantro y cebollín. Sacos enormes con restos de verduras que hallaron en algún mercado. 

La pobreza huele a desdicha, a rabia, a trabajo mal remunerado, al no descanso. Huele a llanto, a injusticia, huele a una cuenta que jamás te dará. Huele a los billetes que no alcanzaron para el Ace, ni para el café, tampoco para el aceite.

Es un olor que hace mella en la dignidad. El olor a pobreza es extremo. Se solapa. Es el humo que ya se metió en la ropa, en la piel. Son los ojos que llevan horas sin dormir los que te hablan, los que ya no lloran.

Durante mucho tiempo pensé que no existía tal olor. No podía ser cierto. Ahora lo huelo, lo palpo, lo siento. No solo entra por la nariz, sino también por la mirada. 

El olor a pobreza tiene cara, no se oculta.

Venezuela.



Ariadna García

sábado, 20 de octubre de 2018

Ser niño, pobre y estudiar en Venezuela

Algo que me abruma de esta crisis es la magnitud de la pobreza. Crecí en una familia pobre, en un pueblo bastante pequeño, donde casi todo el mundo tenía las mismas posibilidades. Tuve la dicha de conocer cada municipio del estado Yaracuy, gracias a la agrupación de danza a la que pertenecía.

En esa época (2001-2005) visitamos zonas rurales, poblaciones muy vulnerables y jamás vi lo que me cruzo hoy. En Guama, Urachiche, Chivacoa, Yaritagua, Arístides Bastidas, etc, recuerdo niños con parásitos, hidrocefálea, quizá algún tipo de desnutrición, pero a pesar de que yo también era una niña, tengo la certeza de que no eran la mayoría.

Nunca vi tanta miseria, nunca vi tanto sufrimiento, nunca vi tantos pequeños desnutridos como los que me consigo ahora en las calles de Caracas, lo sé por sus cabellos amarillentos que delatan la malnutrición.

Pienso en esa niña que fui, en mi alimentación, pienso en esa niña que logró ir a la escuela, siempre con un plato de comida. Recuerdo la alimentación del comedor de mi escuela (1996-1998), era rica, saludable. Era una escuela pública. Solo una vez tuvimos un caso de un niño que no llevaba desayuno y lo supimos porque un día se desmayó, como buena niña precoz que era, llegué consternada a contarle a mi mamá y ella y otras madres, en más de una oportunidad le mandaban comida con nosotros. Era un señor de Caracas con dos hijos que había perdido a su esposa y no les iba muy bien. No sé qué pasó con ellos, pero esa historia jamás la olvidé.

Las casas de mi pueblo no eran llamativas, la gente no tenía grandes lujos, pero nunca faltaba: caraotas, pasta, arroz, queso blanco, huevos, azúcar, pan y café. No recuerdo a ningún vecino paliducho, ni mal alimentado. No nos tocó acostarnos sin comer y éramos "pobres".

A mí mi mamá me enseñó que uno debía ir a la escuela así fuera con los zapatos rotos. Más de una vez me tocó, pero ella me mostró lo que era la dignidad y esto nunca fue motivo para amilanarme, además yo amaba ir a estudiar. Cuando pasaba un mes de vacaciones ya quería que volviéramos a clases.

A pesar de las carencias, mi madre se esmeraba en arreglarme los cuadernos. Elegíamos un forro que me gustara y me combinaba los sacapuntas con la cartuchera y cuanto perolito encontrara. Los cuadernos y los lápices nunca faltaron, tampoco el morral. Sí mi mamá era una heroína.

Miro atrás y veo esa niña yendo a su escuela en Yaracuy, esa niña que logró llegar a la universidad y trabajar muy duro, esa niña que tuvo oportunidades para formarse y salir de la pobreza.

Veo el panorama hoy y sé que los niños pobres como yo, no tendrán comida en sus escuelas, ni en sus casas. Que no habrá morrales, ni lápices, ni cartucheras, mucho menos zapatos.

Ellos ya no van a la escuela.

Ariadna García

viernes, 24 de febrero de 2017

No puedo repetir las bromas de Maduro

Empiezo contando que yo nunca he sido la más graciosa, ni la más sarcástica o la más optimista, de hecho me considero bastante aburrida. Lo cierto es que desde niña me tocó hacer de grande, pues estaba en el medio de dos adultos que no eran capaces de resolver sus problemas sin incluirme y eso me llevó a encargarme de mí, de mis cosas, de mis tareas y en algunos casos hasta de mis fiebres. 

Para mí la vida siempre fue algo muy serio y desde pequeña supe cómo iban las cosas a mi alrededor. Así que hoy me resulta imposible hacer bromas con "la dieta de Maduro", la yuca amarga, los penes, las millonas y millones. Me es impensable hacer eco de los "chistes" que hace el presidente de Venezuela, porque detrás de esa yuca amarga van diez muertos y detrás de la "dieta de Maduro" van cientos de niños desnutridos, cientos de personas sin medicinas, presos políticos, criminalidad, narcotráfico, hambruna, desidia, pobreza... La lista es larga y me faltaría espacio para enumerarlas todas. 

Basta con entrar a un vagón del Metro de Caracas para ver el estado en el que se encuentra la gente, miradas perdidas, rostros cadavéricos, angustia, ropas que delatan que ya no son de la talla de esos cuerpos, se respira pobreza y violencia. Y es muy difícil hacer bromas con cosas tan serias o al menos para mí es así. 

Tal vez soy una amargada o demasiado vieja, pero esa es una de las cosas que más me separa de mis compatriotas, esa facilidad que tienen para convertirlo todo en una burla, esa manía de hacer de nuestra cruda realidad un meme, una mofa, un chiste malo.

Ahora el tema es el supuesto deportista Adrián Solano y digo supuesto porque desde que apareció su nombre en la palestra pública todo ha estado empañado de polémica y de hechos un tanto extraños. Primero una deportación desde Francia y luego una competencia con un desempeño terrible que se ha vuelto viral y que le ha valido el nombre de "el peor esquiador del mundo". 

Nicolás no se reirá de esto, de esto no hará chistes como lo hizo con la yuca amarga refiriéndose a una persona que "tuvo inconvenientes", "inconveniente" morir, un comentario tan burdo y tan desalmado, sobre un lamentable caso en el que una familia murió tras consumir este tubérculo.

Me cuesta prestarle atención a Solano y a sus memes o a los ñames de Maduro, me cuesta hacer chistes de este desastre que tiene al país sumido en la ruina. Me cuesta hacer bromas con "la dieta de Maduro" cuando veo que mi prima ha rebajado más 10 kilos y la miro como si no pasara nada, pero ambas sabemos qué pasa, pasa que ya en su casa no se hacen tres comidas al día sino dos o una como en tantos hogares venezolanos.

Pasa que pasan cosas gravísimas como que un parámedico no puede salvar vidas porque los motorizados simulan lesiones para robarle la moto y luego dispararle como a un perro. Pasa que una joven fue asesinada a golpes por sus compañeras de clase porque esta violencia desmedida se asentó como un cáncer en nuestra sociedad.

Pasa que no me río porque hay muchas familias que hoy lloran a sus hijos muertos o lloran porque se les fueron a otro país. Me cuesta mucho reirme de este caos porque cada caso es más grave que el anterior, porque nada se atiende y el desespero es muy grande. Pasa que ya los niños no van a las escuelas porque deben hacer colas por comida con sus padres.

También pasa que el Seguro Social ya no entrega las medicinas a tiempo y el reloj corre y las enfermedades no esperan. Pasa que las bolsas Clap no alimentan a una familia entera. Pasa que hay bebés muriendo en los hospitales por falta de medicinas y de equipos para ser atendidos.

Pasa que jugar con la vida de la gente me resulta dantesto y pasa que no puedo permitir que mi boca reproduzca las palabras de un dictador. 

El Hilo de Ariadna